Por Abril Gavuzzo
Los hechos sucedidos esta semana reflotaron un debate que se planteó hace unos años en torno a policías y sindicatos.
Recapitulemos. La protesta de la Policía Bonaerense en pos de una mejora salarial comenzó el pasado lunes a la tarde en Almirante Brown y culminó a la noche en La Plata, donde vive el Gobernador Kicillof con su familia. Su residencia quedó rodeada de patrulleros, sirenas encendidas, cánticos ofensivos y hasta gomas prendidas fuego. Entrada la mañana del martes, el Gobernador y el Ministro de Seguridad, Sergio Berni, anunciaron un aumento salarial y un plan integral de seguridad que mejoraría las condiciones laborales de los efectivos. Pero no fue suficiente. La protesta, lejos de terminar, se expandió por muchos puntos del Conurbano y numerosos voceros policiales desfilaban ante las cámaras de televisión sin un discurso unificado. Para el día siguiente, la violencia de la protesta policial escaló sin límite y la Quinta de Olivos se rodeó de patrullas y efectivos armados. Una postal que remueve heridas en la historia nacional. El repudio fue absoluto: se pronunció todo el arco sindical, el oficialismo, numerosos actores políticos, periodistas y algunos pocos opositores sensatos. Un mensaje desestabilizador e inaceptable tanto en términos democráticos como en términos políticos y que quizás deja al descubierto cierta ineficacia para detectar esta crisis antes de que -literalmente- toque el timbre en Olivos.
En los últimos años la Policía Bonaerense se vio muy golpeada: entre 2015 y 2019 la pérdida real del salario varía entre un 25 y un 34,4%, según la escala. El reclamo contempla varios puntos, a saber, aumento salarial, mejores condiciones laborales, planes de vivienda para el personal policial, móviles en condiciones, capacitaciones y reentrenamientos permanentes, asistencia psicológica, democratización de las fuerzas y -el punto que nos compete- derecho a la sindicalización. El artículo 14 bis de la Constitución prevé la organización sindical libre y democrática en favor de los trabajadores, pero no concede ese derecho al personal policial. Un buen ejemplo es lo que sucedió en el año 2017 ya que el activismo policial recibió un duro golpe cuando la Corte Suprema falló contra la creación de un sindicato de la Bonaerense. La sindicalización de la policía es, a la luz de la Constitución Nacional y los tratados internacionales, inválida. Por otro lado, hay quienes proponen que los efectivos policiales deberían tener su propio sindicato, pero eso no implica otorgarles el ejercicio del derecho de huelga, ya que las medidas de acción gremial directa son incompatibles con el régimen jerárquico y disciplinario que caracteriza a las fuerzas de seguridad. Quienes repudian enérgicamente una eventual sindicalización esgrimen argumentos tales como que el gremio podría convertirse en una cadena de mando paralela y así generar una inestabilidad en lo que refiere a jerarquías y que se corra el riesgo de perder el orden social ante una posible protesta, ya que la seguridad es tarea específica de los efectivos policiales. Y por último, quienes están a favor sostienen que un policía es un trabajador como cualquier otro y debe tener un dirigente que realice los reclamos de manera organizada.
Miremos qué pasa en otros países. Estados Unidos tiene sindicatos policiales desde 1960 y son, desde entonces, una de las bases de apoyo que han sostenido al Partido Demócrata. Si bien la sindicalización generó mejoras salariales, también es justo hablar de su contracara: por ejemplo, en el estado de Florida, la sindicalización policial aumentó en un 40% los casos de violencia institucional. El reciente asesinato de George Floyd pinta la situación de cuerpo entero: luego de que los fiscales de Minneapolis imputaran al oficial que lo asesinó, el dirigente del sindicato policial denunció al gobierno por persecución y advirtió que tomaría medidas de fuerza si la causa continuaba. Gracias a sus negociaciones colectivas, los sindicatos pudieron reducir varias investigaciones en contra de los efectivos policiales sobre casos de violencia que han protagonizado.
Finalmente -y volviendo al territorio nacional-, el jueves pasado fue el anuncio oficial del aumento salarial de la mano de Kicillof, Magario y Berni. Determinados y claros, demostraron que la extorsión no logró su objetivo: se hizo presente la reafirmación de un proyecto político y el mensaje, por si acaso, de que los golpes a mano armada ya no tienen lugar en este país. Tras este anuncio, se apagaron los distintos focos de protesta en el Conurbano e incluso uno de los tantos voceros policiales, Mariano Alderete, declaró: “Cuando escuché la palabra del gobernador, me puse a llorar porque creo que se hizo eco de nuestro reclamo. Es la primera vez que un gobierno nos escucha”.
En el año 1952 y sobre el ocaso de su vida, quien fuera Jefa Espiritual de la Nación en ese entonces dijo unas palabras que no pierden vigencia: “Nosotros, el pueblo, tenemos que ganar las altas jerarquías de las fuerzas armadas de las naciones. No se trata de destruirlas. Se trata de convertirlas al pueblo y después, cuando todos sus dirigentes -sus oficiales- sean carne y alma del pueblo, habrá que permanecer alertas, vigilándolas para que no se entreguen otra vez”. Si bien sabemos que la policía no es una fuerza armada, sino una fuerza de seguridad con portación de armas, la columna vertebral de este mensaje resulta igual de aplicable en ambos casos. Entonces, quizás el debate que subyace a esta polémica y que realmente debe darse entre los distintos actores sociales no pasa tanto por la sindicalización, sino que radica en el reconocimiento del efectivo policial como ciudadano y trabajador.
Una vez más, la salida es política.